"El neologismo “biopiratería” evoca corsarios y
galeones, pero indica una realidad totalmente antiromántica: el saqueo de
recursos naturales y conocimientos indígenas por parte de las transnacionales
con la complicidad de universidades y gobiernos"
Y DIOS PATENTÓ AL MUNDO
de Maribel Rotondo y Giovanni Proiettis
Para un hindú plantar un árbol de nim frente a su casa no
sólo es un gesto de buena suerte que aleja a los malos espíritus, también sirve
para proteger al huerto de 200 especies de insectos nocivos y para curar a la
familia de varias enfermedades como resfriados, úlceras, erupciones cutáneas y
diabetes. En la India, el nim (azadirachta indica) es un árbol que ha sido
empleado durante siglos por sus propiedades pesticidas y medicinales. El tronco,
duro y de rápido crecimiento, se usa en la construcción de casas porque aleja a
las termitas y el aceite que se extrae de sus semillas se aplica localmente
como espermicida natural.
Pero desde hace
algunos años el nim es mucho más que esto. Se ha convertido en símbolo de una
campaña internacional dirigida por la ecologista Vandana Shiva que ha tejido un
gran frente de resistencia contra la depredación de los recursos naturales del
Tercer mundo por parte de las transnacionales químicas y farmacéuticas. Fue
justamente Vandana Shiva, junto con el ecologista canadiense Pat Mooney a
popularizar el término biopiratería para indicar el robo de los recursos
biológicos y de conocimientos ancestrales que luego son patentados en el
mercado.
< La batalla del nim
Ignorado por la
administración colonial británica que despreciaba los conocimientos y las
técnicas agrícolas de la India campesina, el nim fue “descubierto” hace treinta
años por las empresas transnacionales que rápidamente lo han visto como una
gallina de los huevos de oro.
En 1971 Robert
Larson, traficante de maderas, importa las semillas del árbol sagrado a
Wisconsin “para usos de investigación científica”. De hecho, la investigación
se limita a la extracción de un principio activo de la planta, conocido desde
siempre y utilizado en la India como plaguicida natural. Larson bautiza al
extracto como Margosan-O y la Epa, el organismo norteamericano para la
protección del medio ambiente, le otorga un primer permiso de comercialización
en 1985. La suerte está echada . Tres años después el “inventor” vende la
patente del nuevo pesticida a la transnacional Wr Grace para un mercado que
sólo en los Estados Unidos supera los 15,000 millones de dólares de ganancias.
Después de más de una
década, la “batalla del nim”, que congregó en 1994 a más de medio millón de
manifestantes en Bangalore, en el sur de la India, ha dado sus primeros frutos.
En mayo del 2000, una coalición internacional de organizaciones ecologistas
logró que se retirara la patente a la industria WR Grace, privándola así del
derecho a monopolizar algunos productos derivados de la planta. El campesino
hindú no estará obligado a comprar a la fuerza el Margosan-O y podrá seguir extrayendo
su pesticida natural con los métodos tradicionales y sin costo alguno. Sin
embargo, la guerra está lejos de haberse acabado: no sólo existen otras ochenta
patentes de los diferentes componentes del nim que todavía tienen valor legal,
sino que suman miles las especies vegetales amenazadas por la voracidad de las
transnacionales.
Oro verde
En la dieta de los
campesinos mexicanos el pozol ocupa un lugar importante. Esta bebida que se
remonta a los tiempos prehispánicos, se prepara diluyendo con agua una masa de
maíz previamente tratada.
“Pero los gringos han logrado robarnos el secreto del pozol”
dice Antonio Pérez Méndez, un maya tzeltal del Chiapas, “y lo han patentado
allá en su tierra, en los Estados Unidos”.
Efectivamente, en 1999 la industria alimenticia holandesa
Quest International y la Universidad de Minnesota consiguieron una patente, la
N.5919695, sobre una bacteria del pozol que tiene la propiedad de impedir la
descomposición de los alimentos. Es un conservante natural que ha despertado el
repentino interés de las transnacionales.
En realidad, el
“descubrimiento” del pozol se hizo en México, donde los investigadores de la
Unam fueron los que primeros que lograron aislar la bacteria . Los laboratorios
de la Universidad de Minnesota sólo se limitaron a verificar la investigación
mexicana y a patentar el principio activo como si fuera un producto de su
ingenio. Con la patente obtenida en los Estados Unidos –y pedida para Europa y
Japón- la Quest International y la Universidad de Minnesota pueden prohibir la
fabricación, el uso, la venta o la importación de esta bacteria. Al campesino
maya, expropiado de su bebida tradicional, se le deja el derecho de interponer
una querella contra esta patente.
“Lástima que las impugnaciones de patentes de este tipo
pueden acarrear un gasto superior al millón de dólares”, dice Silvia Ribeiro,
ecologista del Rural Advancement Foundation International, una organización
independiente con sede en Canadá. “Se trata de otro caso de saqueo de los
conocimientos milenarios de una comunidad, conocimientos que siempre han sido
públicos y colectivos. Las empresas transnacionales sólo toman una pequeña
parte de esta sabiduría y la usan para enriquecerse.”
En el mercado de los
genes
“Vender” su propio patrimonio genético se está volviendo de
moda. Le sucedió recientemente a los 108,000 habitantes de las islas Tongas, en
Polinesia. Esta vez le tocó a una industria australiana de biotecnología, la
Autogen Limited, dirigida por Joseph Gutnick, presidente del Melbourne Football
Club, quien compró los derechos exclusivos sobre el patrimonio genético de los
tonganos. Este patrimonio genético, al igual que los de todos los grupos
humanos que históricamente han vivido aislados y con pocos matrimonios mixtos,
resulta muy codiciado por sus características peculiares, pues se pueden
detectar con mayor facilidad la aparición de determinadas enfermedades
genéticas y curarlas creando fármacos especiales. Lástima que los tonganos no
sabían nada acerca del tema. Actualmente la Autogen está negociando el mismo
acuerdo con otras naciones del Pacífico con el objetivo de volverse la única
firma autorizada para realizar estudios genéticos en Polinesia.
Inventarios robados
En mayo de 1990, el
actual papa Juan Pablo II, durante un viaje a México, devolvió al entonces
presidente Carlos Salinas de Gortari un libro del siglo XVI, el Códice Badiano.
Se enfatizó en el aspecto simbólico de este gesto, pues aunque mínima, esta
restitución invertía, al menos por un momento, el flujo del saqueo europeo en
tierras americanas, que prosigue sin tregua desde hace 500 años.
Sin embargo, la obra
en sí es igualmente importante. El códice Badiano, también llamado Libellus de
medicinalibus indorum herbis, fue compilado en 1552 por el médico nahua Martín
de la Cruz y traducido al latín por Juan Badiano en el colegio de Tlatelolco.
La obra ilustra 200 plantas medicinales utilizadas en el México prehispánico y
con un estilo similar al de los herbarios medievales europeos, describe las
características de cada planta, las flores, el uso terapéutico, el lugar de
crecimiento e incluye un dibujo a colores.
Se trata de un pequeño tesoro, rescatado de la polvareda de
la biblioteca Vaticana por la historiadora E.W. Emmart en 1929. En lenguaje
moderno, sería el primer tratado de etnobotánica, inventario detallado de las
especies vegetales del Nuevo Mundo utilizadas en la medicina indígena.
Actualmente las
transnacionales, que colaboran más y más con gobiernos y universidades, se
apropian de los productos naturales y de los conocimientos ancestrales a través
de las patentes.
“El problema no es sólo la patente”, dice Juan Ignacio
Domínguez, asesor legal del Compitch, el Consejo de Médicos y Parteras Indígenas
tradicionales de Chiapas, “sino también los inventarios de la biodiversidad,
que se han vuelto como el nuevo petróleo del Tercer mundo. Una vez más, la
pobreza subsidia a la riqueza. Estos inventarios son las nuevas formas de
control y sumisión de nuestras culturas y recursos por los intereses del
mercado”.
La resistencia en
Chiapas
El Compitch, formado por 11 organizaciones de médicos y
parteras tradicionales, solicitó el año pasado la suspensión inmediata del
programa Descubrimiento de Fármacos y Biodiversidad entre los Mayas de México.
Las investigaciones
de bioprospección que incluían un inventario de numerosas plantas medicinales
de Chiapas –un Estado que es una mina en biodiversidad– se habían iniciado
luego de un convenio entre la Universidad de Georgia, el gobierno de los
Estados Unidos, a través de su programa ICBG-Maya (International Cooperation
Biodiversity Group), la nueva empresa británica de biotecnología Molecular
Nature Ltd y el Instituto mexicano de investigación Ecosur. El proyecto preveía
la clasificación y la investigación en laboratorio con fines farmacéuticos de
todas las plantas medicinales que existían en Chiapas, un financiamiento de 2
millones y medios de dólares, bolsas de estudio para investigadores mexicanos,
equipo y laboratorio para Ecosur, la contraparte mexicana.
Las organizaciones de
médicos tradicionales, apenas supieron del proyecto, pidieron con urgencia una
reglamentación para este tipo de investigación, para poder proteger el estudio
y el uso de los recursos botánicos regionales. En noviembre del 2000, después
de que aparentemente el proyecto se había bloqueado por algunos meses, los
trabajos de investigación y clasificación de la flora chiapaneca culminaron,
independientemente de las reacciones de protesta que generaron.
Según Juan Ignacio
Domínguez “el proyecto no es legal, porque sólo Ecosur tenía la autorización
para la recolección científica y no el ICBG-Maya. Estos permisos no son
transferibles y los responsables de Ecosur ni siquiera nos lo mostraron. La
biopiratería empieza desde allí. No es sólo el momento de la patente ni la
substracción del material del país, es también engañar a la gente al no
informarle acerca de los motivos por los que se recoge información. En este
caso, los interesados nunca hablaron de patentes ni de propiedad intelectual ni
del uso que se hace de los productos y de los conocimientos en otros países”.
Antonio Pérez Méndez, presidente del Compitch, insiste
acerca de la importancia de una campaña de información: “Las comunidades no
están informadas. Los investigadores piden permiso para entrar en los campos,
dicen ‘venimos a ver las plantas’ pero no explican para qué”.
El director del Instituto Bethesda, Joshua Rosenthal,
coordinador de los proyectos del ICBG en varios países, ha tenido que
presentarse en San Cristóbal de las Casas, en agosto del 2000, porque estaba
preocupado por el descrédito internacional que la controversia en Chiapas
estaba acarreando a varios programas del Instituto. (En los últimos siete años
el gobierno norteamericano ha financiado con 18.5 millones de dólares una
docena de proyectos de bioprospección del ICBG en México, Perú, Chile,
Argentina, Panamá, Surinam, Madagascar, Vietnam, Laos, Nigeria, Camerún y Costa
Rica. Entre los socios del instituto están varias transnacionales farmacéuticas
como Glaxo-Wellcome, Bristol Myers Squibb, Shaman Pharmaceuticals, Dow Elanco
Agrosciences, Wieth-Ayerst, American Cyanamid y Monsanto).
Cuando Rosenthal
llegó a Chiapas, se encontró con los representantes del Compitch y los acusó de
difamación. Los representantes del Compitch le pidieron mayor información
acerca del contrato de bioprospección, pero pasaron cuatro meses, y todavía
estaban esperando la respuesta.
Las organizaciones
indígenas se están volviendo cada vez más exigentes y atentas, pero las
transnacionales ya encontraron otra alternativa: les resulta más fácil comprar
a algún líder comunitario que convencer a organizaciones combativas o pagar
royalties, aunque baratas, a enteras poblaciones. José Carlos Fernández, uno de
los investigadores de Ecosur que participa en el proyecto, tiende a
deslegitimizar a las organizaciones indígenas: “Tratamos de obtener el permiso
o la colaboración de comunidades, no nos interesa trabajar con instituciones
financiadas por el gobierno o con las organizaciones no gubernamentales de
médicos tradicionales que reclaman, en forma incorrecta, la representatividad
de todos los miembros de las comunidades indígenas.”
La fiebre de las
Patent Rights
En diciembre de 1999,
el gobierno islandés vendió la banca de datos genéticos de toda la población a
una industria, la Decode Genetics. La vacas locas, transformadas en carnívoras
por los nuevos alimentos ‘balanceados’, se asoman a las mesas europeas. En los
Estados Unidos, para que maduren más lentamente los jitomates, incluyen en sus
semillas el gen de un pez. Una planta amazónica, la uña de gato, es
comercializada en cápsulas por la empresa Schuler y parece que resulta eficaz
en la terapia de algunos tumores.
Estas noticias,
aparentemente disímiles, tienen en realidad un común denominador: la patente,
punta de lanza legal de la expansión de las transnacionales.
El arte y la ciencia
de Occidente nos han acostumbrado al concepto de propiedad intelectual. Todos
saben quien pintó la Gioconda o quien descubrió la penicilina. Procesos como la
pasteurización, unidad de medida como el voltio, plantas como la buganvilia
hasta tienen en sus nombres la identidad del inventor o del descubridor.
En cambio, nadie sabe
quién ha inventado la hamaca o el cero, dos creaciones igualmente
insustituibles del ingenio humano. Los nombres de los pintores mayas de
Bonampak o los de los escultores khmer de Angkor Vat no han llegado hasta
nosotros por una sencilla razón: casi todas las culturas no occidentales
consideran al producto de la creación intelectual como un patrimonio colectivo
de sus pueblos. Más que obras de arte firmadas, sujetas a las reglas del
mercado como cualquier mercancía, las otras culturas ven en sus obras maestras
una especie de herencia familiar, una parte significativa de su propia
identidad.
Las civilizaciones
europeas, desde la antigüedad greco-romana, siempre celebraron a los artistas y
a los intelectuales eminentes, fomentando el culto a la personalidad. Sin
embargo, sólo a partir de la revolución industrial se afirma el principio de
“patentar” cualquier invención o descubrimiento relacionado con la tecnología y
la producción.
La función de las
patentes es la de estimular las innovaciones, premiando a los inventores
industriales y protegiéndolos del robo de sus invenciones, un principio
legítimo que no ha provocado objeción alguna hasta hace unos veinte años.
A partir de los años
ochenta con el progreso de la biotecnología, el sistema de las patentes se ha
extendido a los organismos vivos y a los genéticamente modificados, penetrando
en territorios que van desde las especies animales y vegetales hasta el
patrimonio cromosómico humano, de los conocimientos farmacológicos de los
indios del Amazonas hasta las creaciones de “superrazas” en los géneros
alimienticios. La fiebre para conseguir patentes y obtener el derecho a
explotar y monopolizar recursos y conocimientos ajenos, está invadiendo
espacios y sujetos que hasta ayer eran impensables.
Los Kayapó, maestros de Ecología
Los Kayapó son
expertos criadores de abejas y clasifican con suma precisión las distintas
partes de estos insectos, llegando a utilizar más términos que los que utiliza
la entomología moderna. Además, al hacer un uso científico de la interacción
entre los insectos y el mundo vegetal, los kayapó se demuestran verdaderos maestros
de la agricultura biológica.
En los últimos años, investigaciones como las de Darrell
Posey han popularizado el concepto de “etnociencias”. Estas nuevas disciplinas
estudian los conocimientos de las sociedades tradicionales y reconocen la
utilidad y el interés de biologías, medicinas y tecnologías diferentes de las
nuestras.
Sin embargo, este
vital patrimonio científico, considerado por fin digno de atención luego de
cinco siglos de desprecio racista, ya se ve amenazado por la sombra rapaz de
las transnacionales interesadas en rebuscar en los archivos de los
etnocientíficos.
Fue un grotesco
proceso, montado por las autoridades brasileñas en 1988, que volvió famoso a
Darrell Posey y a sus investigaciones, apareciendo en las primeras planas de
los periódicos. Posey llevó a Estados Unidos a dos indios kayapó, Payakán y
Kube-i, para tratar de bloquear un devastante proyecto de megacentrales
hidroeléctricas en territorio indígena. Sus testimonios frente al Banco Mundial
lograron bloquear el financiamiento de este proyecto. Se creía que, regresando
a Brasil, las autoridades iban a reaccionar, pero nadie pensaba que se llegase
hasta al intento de expulsar del país a los tres utilizando el pretexto de la
“ley de extranjeros”, lo que provocó un escándalo en la opinión pública.
Considerar a Posey extranjero era natural, siendo él estadunidense, comentó la
prensa nacional, pero considerar a los indios extranjeros en su propio país
¡era realmente demasiado!
Actualmente Darrell
Posey continúa en la batalla. Ha fundado la Coalición global por la dioversidad
biocultural y coordina el grupo de trabajo de la Onu sobre los derechos a los
recursos tradicionales. “Debemos de llegar a una nueva conciencia mundial, a una
nueva política internacional”, dice el etnobiólogo. “Esto es posible sólo a
través de un reconocimiento real de los conocimientos indígenas. La gente que
vive en la selva amazónica ya practica un uso racional de sus recursos, así es
que no hay que descubrir nada, sólo hace falta aprender. Sin embargo, existe el
problema de los derechos de propiedad intelectual. Para poder utilizar en forma
apropiada los recursos y conocimientos acumulados durante milenios por los
pueblos indígenas, debemos, antes que nada, encontrar la forma de protegerlos.
Estas verdaderas tecnologías cuya importancia y utilidad están fuera de
discusión, tienen que beneficiarse de los mismos derechos de protección que se
otorgan a nuestras tecnologías. En Ginebra, dentro de la Onu, existe un
organismo para la defensa de los derechos de propiedad intelectual dedicado a
proteger las patentes, invenciones y creaciones intelectuales y dotado de
especiales instrumentos legales. Por más de diez años hemos solicitado la
aplicación de estos derechos también para el patrimonio cultural de los pueblos
indígenas, pero hasta ahora sólo hemos obtenido respuestas negativas.
Dos ejemplos de final feliz
La quinua, un cereal
andino cultivado en tierras de gran altura, tiene un valor proteínico mucho
mayor al del arroz o al del maíz y se ha vuelto la última moda en la cocina
macrobiótica internacional. En 1994, dos investigadores de la Universidad de
Colorado han conseguido patentar en Estados Unidos una variedad masculina
estéril llamada “Apelawa”, pero debido a las fuertes protestas que generaron
entre los agricultores bolivianos y la las insistentes presiones
internacionales, la Universidad de Colorado decidió, en mayo de 1998, renunciar
a la patente.
En 1986, el
norteamericano Loren Miller, que vivía en Ecuador, logró conseguir los derechos
exclusivos de los principios activos del ayahuasca, una liana selvática
utlizada tradicionalmente por los pueblos amazónicos como alucinógeno ritual y
planta curativa, con la intención de producir psicofármacos y medicinas
cardiovasculares. Pero la Coica, la Coordinadora de Organizaciones Indígenas de
la Cuenca del Amazonas, impugnó la concesión de la patente frente a la justicia
norteamericana, alegando que a los productos de Miller “les falta originalidad,
tratándose de extractos de una especie vegetal que había sido domesticada y
explotada por siglos”. El proceso abierto por la Coica finalizó, en noviembre
de 1999, con la revocación de la patente que se le concedió a la sociedad de
Miller, la Plant Medicine Corporation.
Traducción del
artículo “E Dio brevettò il mondo”, aparecido en italiano en la revista
Volontari per lo sviluppo, enero-febrero 2001,
www.arpnet.it/volosvi/2001_1/01_1_11.htm.
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